Divisó a lo lejos cómo alguien se recreaba en un charquito resplandeciente, añoró sonreír de tal manera, codició aquel charco y se propuso adueñarse a toda costa. No, no podía ni quería compartirlo; era lo más encantador que había visto, no era mucho pero era la primera vez que veía algo así.
Día tras día, de mañana, tarde y noche, se sentaba bajo la araucaria a detallar el charco y a su pronto antiguo dueño.
-¿Cómo habría de tomar posesión?- se preguntaba sin descanso; desde el primer día que lo vio se convirtió en su mayor anhelo.
Empecinado en hacerlo su propiedad pasaron meses; entre leves acercamientos y una que otra palabra cruzada con el dueño, de vez en cuando le regalaba los cuarzos más bonitos que encontraba en el camino para adornar sus laderas, cortaba el césped que sobrepasaba el centímetro de altura y siempre -eso nunca había de faltar-, siempre alababa la belleza del tan deseado charco. Todo esto hacía aunque no era suyo.
Un día, siguiendo como de costumbre la rutina, caminaba desconcertado, pateando piedritas y observando cómo caían después de la trayectoria parabólica, cuando se propuso un trato consigo mismo:
-tal vez mi amado charco nunca será mío, pero ¿quién me impide seguir contemplándolo y alabándolo a lo lejos?- No había terminado de concretar su frase de rendición cuando notó que de repente el charquito estaba vacío, abiertas las puertas que parecían impenetrables; tuvo que controlar el corazón ante un posible paro cardíaco por tanta emoción, no podía arriesgarse a perder el charco cuando a penas lo había conseguido. Se dirigió a prisa como una flecha se dirige al centro de la diana. ¡Después de tanto tiempo al fin el dueño había partido! No pensó dos veces antes de tocar con sus pies descalzos el agua cristalina, tan fresca era que sentirla solo así no era suficiente; se sumergió en sus profundidades, era otro mundo a la altura de su pecho. Todo era gloria. Nunca conoció algo igual.
Los días pasaban para convencerlo de que no existía sobre la tierra alguien más dichoso; las noches eran verdaderamente mágicas con las estrellas reflejándose sobre el espejo de agua.
Una tarde mientras observaba el ocaso e inspiraba aliviado el aire tranquilizador de la ventura, un hormigueo comenzó a subirle por el dedo meñique del pie, agudizándose cada cuarta que avanzaba pierna arriba; el agua se tornó ácida, la piel erizada parecía desprenderse célula por célula. Al llegar al pecho ya había experimentado el máximo dolor -esta también era una experiencia jamás antes vivida-; las lágrimas hallaron camino por sus mejillas, casi perforaba sus delgados labios con los dientes, la voz no se pronunciaba pero el alma parecía gemir del dolor. La razón lo empujó a medio intentar salir del charco cuando al corazón le dio por actuar, no podía abandonar el sitio, ¿qué le garantizaba que no había otro hipnotizado por el charco esperando bajo la araucaria a que el dueño se ausentara? Entonces, aunque su boca saboreaba el cianuro, se mantuvo sumergido en el agua que ahora parecía lava ardiente.
Pese a que algunas mañanas y otras noches arribaba la tranquilidad y la gloria, eran más los momentos de padecimiento insoportable. Dentro del charco se vivía un vaivén malévolo del cual el huésped era preso.
Entre lamentaciones extendía los brazos fuera del charco, elevándose un poco para darle respiro al pecho -el punto que más ardía-, cuando leyó la escritura de un cartel enterrado en el borde. Sí había notado antes su presencia pero nunca se detuvo a analizarlo. Decía: Nos obstinamos con el charco porque no hemos visto la fuente.
Girando levemente la cabeza hacia la derecha, a unos 7 metros de la hoguera estaba una fuente de agua pura, solitaria y armónica, rodeada de fino césped y variedad de flora.
Dos opciones y una elección. ¿Qué haría el huésped?
Eligió el charco el huésped.
Eligió el charco el huésped.
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