-Miro la carrilera hasta que llegue el tren que traiga a quien espero- respondió ella.
-¿Quiere de mi parte un buen consejo?- continuaba preguntando, estacionado en medio de dos averiadas maletas, mientras la miraba con lástima más que con compasión.
-Si no hay más remedio. Dijo altanera.
-No espere más. Aquel a quien usted anhela no va a volver. Yo de usted me arrastraba lo que me queda de dignidad hasta la casa y abandonaba lo que solo es vana ilusión.
Empezaba a fruncir el ceño la joven cuando refutó: ¿Y usted qué sabe de volver o esperar si de lejos se nota que hace tanto ha perdido el rumbo? Como si huyera de sí mismo. ¿No será más bien que me ataca por puro egoísmo? ¿Tendrá un abrazo que lo espere al término del viaje?
-No me malinterprete, jovencita. No es egoísmo; llámele si quiere solidaridad. Yo que soy viajero, como bien ha deducido, sé perfectamente de idas y vueltas. Pero no se necesita mucho recorrido para entender que: quien se quiere quedar no abandona.
No, no me interrumpa, déjeme terminar. Bien podrá decir que hay separaciones temporales, tiene usted razón. Pero las marcas de sal sobre sus mejillas y la amargura de su ser no parecen ser producto de un suceso pasajero. Usted lo espera en la incertidumbre del tiempo que rige ese apego.
La vocecita tierna interrumpió su repertorio.
-Sí, lo espero. Sin saber si vuelve. Sin saber si pueda volver, pero consciente de que nunca quiso irse. Por eso lo espero, porque a diferencia suya aquel que espero no es viajero que escapa entre los trenes, que no tiene quien le espere. Bien pueda siga, que le queda bastante por camino.
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