Me estoy despidiendo del amor tan grande y tan incondicional que solo puede pertenecer a uno, al único, a ningún otro.
Todavía encuentro imposible ver en el espejo a la mujer que ha dejado de amarte, y no hallar en tu cuerpo al hombre de mi devoción; ni el deseo de llenarte de besos, ni de arroparme en tu seno, ni de perderme en tus ojos, ni inundarme con tu risa, ni soñar con tu regreso, ni un futuro a tu lado, ni olvidar lo que ya fue, ni que seas mi presente, mi ahora y mi todo mortal.
No sé cómo despedirte porque ya no te veo, no sé a dónde fuiste, no te siento, no te encuentro; tampoco sé dónde quedó el corazón que se moría por tu abrazo, ni las fuerzas para pelear por los dos. Ahora solo queda un recuerdo que se irá desvaneciendo de un querer tan puro y exclusivo, de los castillos que estábamos construyendo con tanto esfuerzo, de un nosotros tan imperfecto que era perfecto y de los hermanos de Joaquin.
Me estoy yendo de un lugar que ya no es para nuestras almas, de un espacio que ensordece por vacío, de una herida que no sana y que hiede, y que duele y que sangra; de un refugio que no existe, de un nido al que ya no quieres volver.
Estoy diciendo adiós al último diciembre de amor no correspondido, de desapego y resentimiento oculto, al mar de lágrimas desatendidas, a los silencios perpetuos y a las conversaciones escasas, a los fracasos indelebles, a la amistad perdida, al ministerio fantasma, a los hijos no nacidos.
Estoy dejando ir a mi cómplice y consejero, a mi amigo, mi espejo y mi opuesto, a mi hermano, a mi apoyo, a mi sueño y mi dueño, a mi maestro y mi aprendiz, al niño que fuiste y al hombre que serás, a mi amante y mi esposo, a mi complemento, a mi compañero de equipo y a mi rival, a mi cabeza y al huésped de mi corazón, a mi víctima y a mi verdugo, al extraño de San Lucas, al admirable de Montekarlo, al fuerte de La Floresta: al amor de mi vida hasta hoy.
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